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En la novela Leviatán (1992) de Paul Auster, se plantea una anécdota aparentemente liviana pero que encierra, en realidad, una profunda metáfora sobre el modo en que alcanzamos eso que denominamos “la verdad”: un personaje encuentra una agenda repleta de números de teléfono pero sin que aparezca el nombre de su propietario. El personaje se plantea si, a partir sólo de dichos números, podría descubrir quién es el dueño de esa agenda.
Con muchos autores literarios, nos suele ocurrir algo parecido.
Sabemos poco o nada de ellos y tenemos que deducir cómo fueron a partir de las obras que nos han dejado, sin estar seguros de si esas obras, en vez de acercarnos a su vida, lo único que hacen es alejarnos de ella.
Sucede con el autor de La Ilíada y La Odisea. No sabemos si Homero existió o no. Si ambas obras tienen un mismo autor o, quizás, fueron escritas por una diversidad de autores. Si fueron escritas en un momento temporal determinado o fueron redactadas y revisadas con el paso de los años hasta llegar a nosotros tal como las hemos conocido.
En gran medida, lo mismo también sucede con Cervantes. Muchos hechos de su biografía nos resultan esquivos y escurridizos.
Así, en el famoso error de cálculo que aparece en el capítulo IV de la Primera Parte de Don Quijote de La Mancha, se ha interpretado tanto como una errata (de hecho, en muchas ediciones posteriores se ha corregido la cifra), como una muestra de los problemas mentales o de la ignorancia del hidalgo o, también, como un hecho completamente deliberado: Don Quijote se equivoca para favorecer al joven agredido, al débil y, en el fondo, constituiría una justificación de Cervantes para explicar por qué acabó en la cárcel tras ser recaudador de impuestos.
No sería porque actuó en provecho propio sino a favor de los más necesitados. Como se ve, se utiliza la obra literaria para determinar el perfil biográfico del autor.
En el caso de Shakespeare, el problema no hace sino intensificarse. Hay teorías que afirman que Shakespeare no era el autor de muchas de sus obras sino que él sólo era el director de la compañía teatral que las representaba.
En el Ulysses de James Joyce, en cambio, se relaciona la trama de Hamlet con los problemas matrimoniales del autor (basándose en el hecho de que el hijo que tuvieron William Shakespeare y Anne Hathaway se llamaba Hamnet).
Según esta teoría, Anne Hathaway habría sido infiel al autor y de ahí que, en su testamento, Shakespeare sólo dejó a su esposa su “segunda mejor cama” (“my second best bed”).
Posiblemente, nunca llegaremos a saber la verdad exacta sobre Shakespeare.
Pero, en contra de lo que puede parecer, ello nos ayuda más que nos perjudica a la hora de enjuiciar y profundizar en su obra literaria.
Libres de los datos biográficos que podrían encadenar o constreñir la interpretación que podamos dar a sus obras, somos libres para encontrar en ellas toda su hondura y profundidad y descubrir todos los matices que encierran.
Si fuéramos la persona que encuentra una agenda perdida, con Shakespeare contaríamos con la ventaja de que nunca llegaremos a saber quién es su auténtico propietario.
Con ello, afortunadamente, sólo disponemos de las armas de la imaginación y la perspicacia para hallar los mensajes que aún se han resistido y las claves que todavía no han mostrado sus cartas, abiertos siempre a que cualquier lector pueda encontrarlos para disfrutar con ellos e iluminar su pensamiento de forma indeleble. Imagen de portada:yumpu.com
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